La actriz, guionista y directora Leticia Dolera denuncia los abusos sufridos en primera persona durante su carrera profesional y la complicidad silenciosa de algunos de sus compañeros de trabajo.
Tengo 18 años, son las 23:00 de las noche y estoy en la fiesta de despedida de uno mis primeros trabajos en el mundo audiovisual. Me siento feliz y adulta. En la barra del bar charlo con el director, el subdirector y dos compañeros más. Todos adultos. Me preguntan qué voy a hacer a partir de ahora, les digo que seguir estudiando interpretación porque quiero ser actriz.
A partir de ahí, la conversación se silencia en mi memoria, los gestos se ralentizan y las sensaciones físicas vuelven a mi piel. Siento una mano en el pecho, en MI pecho, juraría que en mi teta derecha. Bajo la mirada para ver de dónde ha salido esa mano indecente, es de hombre, tiene pelos en los dedos, sigo el recorrido por el brazo, paso por el codo, el hombro, cuello, oreja, cara y ahí están sus ojos, que me miran sonrientes y libidinosos.
– ¿Qué haces? (Le digo al director).
– Te toco la teta (me contesta).
– No puedes hacer eso.
Tengo 18 años, no hace ni 10 meses estaba sacándome la selectividad y lo que más he frecuentado hasta la fecha son bibliotecas para estudiar y alguna discoteca para bailar con mis amigas. En lo segundo, siempre juntas y en grupo, siempre protegiéndonos las unas a las otras de los pesados de turno. Mis amigas no están aquí, estoy sola con cuatro hombres adultos. En ese momento creo que ser adulto implica no ser un baboso, ni un pervertido, ni acosar, ni tocar a una mujer/niña sin permiso. Estoy equivocada, claro.
Miro a los hombres adultos esperando que alguno le reprenda su comportamiento al director. Silencio.
– No puedes ir tocando las tetas a la gente (repito).
– Sí puedo, mira (y me vuelve a tocar).
Lo vuelvo a sentir. El calor, la presión, su descaro y mi pudor…