Montse Mateos explicaba el otro día en un artículo en Expansión que los profesionales ya no quieren ser jefes; que priorizan su vida personal y trabajan en un concepto de carrera más relacionado con su satisfacción personal que con subir en la jerarquía, un cambio que impacta en la cultura corporativa. Me acordaba de la canción de Sabina cuando decía que las niñas no queríamos ser princesas. Efectivamente, queríamos hacer un trabajo real. Podríamos decir que en 2024 muchos profesionales no quieren ser jefes y no quizás porque carezcan de ambición, sino porque buscan algo más profundo: un sentido al trabajo, un propósito y un equilibrio. Este fenómeno, que se conoce como “ambición silenciosa”, refleja una necesidad creciente de coherencia y propósito en nuestras carreras. Pero, ¿qué implica este cambio para las empresas? ¿Significa falta de compromiso? ¿O representa un deseo de equilibrio personal, de encontrar una razón auténtica para trabajar? Esto es algo que conecta con el concepto japonés de ikigai. En la cultura japonesa, el ikigai es esa razón de ser, ese propósito vital que otorga satisfacción y sentido tanto a nuestra vida personal como profesional.
En Japón, el trabajo no consiste solo en cumplir con una serie de tareas. Se percibe como una oportunidad para contribuir al bienestar de los demás, para realizar cada actividad, desde la más sencilla hasta la más compleja, con dedicación y esmero. Este enfoque no es solo una cuestión de eficiencia, sino una forma de vida donde hacer bien cualquier trabajo se entiende como un servicio a la comunidad.
Es aquí donde el concepto de ikigai se entrelaza con la necesidad actual de redefinir el trabajo en las empresas. Si seguimos persiguiendo modelos de éxito basados únicamente en la acumulación de riqueza o el ascenso en la jerarquía, corremos el riesgo de quedarnos sin líderes, pero también sin camareros, sin asistentes, sin profesionales que encuentren satisfacción en su labor cotidiana. El equilibrio debe residir en un cambio hacia el trabajo con propósito, donde cada empleado, desde el CEO hasta el personal de atención al cliente, entienda el valor de lo que hace.
Nos enfrentamos, por tanto, a un punto de inflexión cultural. Las organizaciones deben dejar atrás la idea de que el éxito solo se mide por resultados financieros o ascensos jerárquicos. El nuevo liderazgo, necesario para guiar esta transformación, debe ser humanista y centrado en el bienestar, tanto de los empleados como de la sociedad.
La igualdad puede y debe jugar un papel clave en este cambio. Si antes las niñas no querían ser princesas, hoy los jóvenes, independientemente de su género, ya no aspiran necesariamente a ser jefes bajo los modelos tradicionales. Quieren hacer un trabajo que aporte, que tenga un propósito. Y esto es lo que las organizaciones deben promover: un espacio donde el talento crezca haciendo crecer a los demás. Un entorno donde la confianza, la colaboración, el liderazgo con propósito y la igualdad sean los motores del cambio.
Es momento, por ello, de que el liderazgo se reinvente. No se trata de ser el «jefe», sino de ser el facilitador de un cambio positivo. Las empresas que liderarán el futuro serán aquellas que entiendan que una forma diferente de trabajar es necesaria. Un liderazgo que ponga en el centro el bienestar de las comunidades y que entienda que el éxito se mide en el impacto positivo que generamos en los demás.
Confiemos en que, si abrazamos esta nueva forma de trabajar, basada en los principios del ikigai y el propósito, el futuro sea sostenible y se encuentre bien nutrido de personas comprometidas con hacer de este mundo un lugar mejor, porque las personas no quieren ser jefes a cualquier coste y las mujeres no queremos ser princesas ni abrazar cualquier promoción a cualquier coste que no compense el mayor nivel de estrés asociado a la posición y un menor tiempo para dedicar a nuestra vida personal, como a menudo ha venido señalando la investigación, que señala también que no es, tampoco en general, una menor ambición por parte de las mujeres.
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